jueves, 24 de abril de 2008

El otro Job


“¿Por qué me has tomado como blanco de tus golpes? ¿En qué te molesto? ¿No puedes soportar mi falta y hacer la vista gorda ante mi pecado? Porque pronto me voy a acostar en el polvo y cuando me busques, ya no existiré”.
Job Cap. 7, 20 – 21

La mayoría de los creyentes cristianos tiene una imagen de Job, aquel personaje bíblico, como la de un hombre de infinita paciencia y resignado a la voluntad de un Dios severo que lleva a la más extrema miseria a un hombre para probar la fe de éste.

Pero, Job es también el símbolo de la osadía, ya que no se postra ante Dios como un cualquier siervo, sino que es conciente de su dignidad ante él y le pide explicaciones.

Job se queja del Dios inaccesible, y este reclamo nos recuerda los roces que hay entre los seres que se aman, y porque hay amor se muestran exigentes uno del otro. Este libro de la Biblia pondera las grandes preguntas de la condición humana; ya que Job, a través de su vida, hace una reflexión de la condición humana. La vida es corta y de sufrimientos numerosos.

A diferencia del Eclesiastés, que acepta tal condición, Job anhela un Dios que se despoje por un momento de su naturaleza divina para conversar con él. Acaso algo parecido a la condición de los dioses griegos y los mortales.

Job nace de un relato popular que se condensa en los dos primeros capítulos del libro, un hombre que Dios pone a prueba, quitándole todo, pero a pesar de todo se mantiene fiel, y Dios le devuelve todo con creces; parece una moraleja que lo presenta como algo simple. Luego un autor, del cual se desconoce su identidad, vuelve sobre el tema. Con diálogos a partir del capítulo tres, allí vemos a otro Job, uno que denuncia la condición humana, y tres de sus amigos le responden con la sabiduría tradicional.

Pero Job se opone a estos tres sabios que pretenden justificar a Dios olvidando la realidad. “¿Cómo defender a Dios con argumentos falsos y justificarlos con mentiras?” (Cap. 13, 7). Job acusa a jehová por callar ante el dolor humano (24,1). Pocos se han enfrentado así, y en eso consiste la osadía de Job, pero siempre sin apartarse de su fe.

Job es un hombre de la tierra de Us, pueblo que no pertenece a Dios y que desconoce a los profetas y a Moisés. Esta peculiaridad es interesante, ya que el paradigma de la fidelidad y sinceramiento viene de un pueblo no creyente.
Las denuncias de Job son una manera de llamar a Dios con la intensidad de una esperanza insatisfecha, y por ello él se manifiesta ante este sinceramiento. Job encarna la búsqueda del hombre de un Dios vivo. Busca respuestas tangibles y no silencios místicos.

Entonces, el Job sumiso desvirtúa la esencia del verdadero Job, osadía y sinceridad en su fe. ¿Pero cuántos conocen a este personaje? ¿Qué Job ha llenado el imaginario de un pueblo que no investiga en su propia Biblia? Este es un libro fascinante y de una prosa depurada, más allá de ser un libro religioso.

Es una obra que puede llevarnos al placer inefable de la lectura, más allá de desarrollar toda la filosofía cristiana. Ya lo dijo Fedor Dostoievski: “Estoy leyendo el libro de Job y me produce un extraño éxtasis. Dejé el libro a un lado y estuve paseando como un león enjaulado durante horas, casi sin poder contener las lágrimas”. Fue esta cita la que me empujo a leer el libro de Job, al igual que Borges reconociendo la belleza del Eclesiastés.

Por eso no hay que temer sumergirnos en las aguas del libro de Job, eso lo saben los lectores que se abren a toda clase de lecturas, porque nadie puede ahogarse en medio de una prosa hecha con la filigrana de la poesía, más allá de ser creyentes o no, yo por ejemplo no lo soy.

lunes, 7 de abril de 2008

El efímero paseo de un pescado frito punkeke


Sábado en la noche. Un olor a pescado frito se cuela entre nuestras narices, primero sutil y luego descarado, se mete zigzagueante con la rapidez de una lagartija huidiza; los que alguna vez de niños hemos corrido detrás de una sabemos lo difícil que es cazarlas con las manos. No sé de donde vino aquel olor y no lo sabré nunca.

En la plazoleta había algo más de treinta personas. Mis adolescentes primas C y A me han traído para ver no sé que. Estoy allí con la esperanza de encontrar algo que me saque de la modorra estival. Lo que encuentro es un grupo de jóvenes, que en el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo), tratan de construir un acto cultural en medio de una plaza villamariana llena de soledad.

Trato de tomarme todo a la broma, y no hago más que desarrollar mi faceta de comediante con mis primas, ellas se enojan de todo y suponen que hay que ponerse serio antes de echarse a pogear (esta juventud carga con el peso de los emos, o sea están jodidos).

Me pregunto si esos chicos están allí para matarse en el escenario, ¿qué los separa para conectarse con la gente?, que en su mayoría se han acercado con el afán de observar qué es aquello que rompe el silencio de la plazoleta. Es difícil gustarle a la mayoría y hay que contentarse que sólo a cuatro gatos les gusta la música que empiezan a tocar, en cierta forma es heroico pararse frente a un público anodino.

La noche es una mezcla de errores, por un momento pienso que a estos chicos les falta malicia para hacerse escuchar, acaso pararse frente al público al estilo del grupo M.A.S.A.C.R.E. desafiantes por lo menos. Por momentos parece una comedia de situaciones, el equipo de sonido que se apaga en medio de la canción de una chica que ha venido desde El Agustino, y que por momentos me recuerda a alguien; entonces prefiero ir a comer algo para sacarme de la cabeza a ese demonio que alguna vez alegraba mis mañanas rumbo al trabajo en la 73.

Mis primas y yo regresamos luego de comer unas hamburguesas. De nuevo ante los chicos del escenario. Pienso que no importa clasificar la música que hacen, acaso alguno de los ‘sapos’ que están allí sabría decir que lo que escuchan es rock gótico, hardcore metal, rock industrial, post industrial, hardcore techno, rapadelia etc. Cualquier canción que toquen a su estilo es buena para matar la nostalgia del nocturno sábado.

Estamos lejos de saltar como en los conciertos de Lucybell, o de Manolo García, pero es loable lo que los chicos hacen, hacer escuchar sus voces en medio del gentío que no entiende ni mierda y que tal vez no saben que la cultura musical va más allá de lo que los canales de televisión nos venden de manera desfachatada. Algunos grupos de esa noche: Exiliados, Eukades (los de la foto, cuyo cantante tuvo la particularidad de cantar de espalda al público).

Además del concierto de música había una muestra de pintura, instalación, a cargo de algunos chicos de la Escuela de Bellas Artes de Lima, Huancayo, Ayacucho, y uno que otro artista autodidacta, según propia confesión. Todo al aire libre, aquí no hay espacio para ensoñaciones de un Museo Guggenheim; no hay que olvidar que estamos en un distrito pobre del Cono Sur de Lima, pero al arte no le importa, está donde quiere estar.

Miro todo con la rigurosidad de un ex periodista cultural de un diario limeño. Claro está que en la muestra no hay innovaciones, como en su momento lo hicieran con el arte pop Roy Lichtenstein, o Andy Warhol, no hay el dramatismo iconográfico de Francis Bacon; aquí hay otro tipo de dramatismo, acaso uno que tiene que ver con el desconocimiento.

Las obras de los artistas muestran una fuerte individualidad, hay un minimalismo extraño, acaso de subsistencia, expresarse con lo que hay a mano; quizás porque del otro lado –el público- sólo hay vacío, y no sé que es peor, si la carencia económica de los artistas o la ignorancia.

Tal vez lo interesante es ver la reacción del público, los miro y escudriño cada gesto de sus rostros; creo que hay una impotencia que muere en silencio que ni ellos mismos se enteran de su existencia, la impotencia de haber pasado tantos años en el colegio y no haber cultivado su espíritu para apreciar todas las artes del hombre.

En esta muestra los cuadros están lejos de mis gustos pero no importa, las instalaciones están lejos de los desarrollos conceptuales de artistas de la talla de Carlos Runcie Tanaka, Emilio Rodríguez Larraín, o más lejos aún Marcel Duchamp, y si estamos con ganas de joder de Nam June Paik.

Pero lo que diga no importa, lo importante es la quijotesca intención de conquistar espacios no tradicionales para el arte ‘oficial’. No hay espacio para museos de arte contemporáneo en los pueblos jóvenes, entonces hay que tomar lo que se pueda, calles, plazas, mercados, lo que haya; y eso es lo que han hecho esos chicos anónimos.

Como diría una gran maestra de la escultura en nuestro país del siglo XX, la desaparecida Anna Maccagno: ‘La idea é buona, ma no te ha salido’. Pero que ‘chu’ importa, lo importante es que estos chicos anónimos lo intentan siempre, acercar su forma de expresión al pueblo.

jueves, 3 de abril de 2008

Entre Cioran y Salinger olvidé trabajar


Miércoles por la tarde. Hace horas que trato de organizarme y terminar un informe pero es inútil, me paso revisando libros que nada tienen que ver con el trabajo. Recuerdo vagamente las aburridas leguleyadas de Nakasaki contra Jara, entonces dejo de ver la televisión, y releo (no sé por cuanta vez) el cuento de Salinger, ‘El día perfecto para el pez plátano’.

El cuento está en formato digital y trato de compararlo mentalmente con el que leí en la universidad, un libro de edición cubana de la década del sesenta. Hay algo que no concuerda con el juego de palabras de ‘Seymour Glass’, o es que mi memoria trata de salvarme de ser también un pez platano a punto de ser engullido por este mundo de mierda; y trata de confundir mis recuerdos.

Abro un libro de Ciorán (también en formato digital), ‘Breviario de pobredumbre’ (1949), y reviso otra vez las ideas de este hombre inclasificable; leo y me duele algo, no sé que es. La verdad es y no es cuando la sencillez sobrepasa al caos de este mundo. El soundtrack de esta historia que está por terminar es, ‘Religión’; encontré por fin el disco que se me había perdido y me hundo en esas letras que nos hablan de mundos inasibles que solo son tangibles cuando estamos a punto de irnos. Otra vez la coordenada del pez plátano se cuela, y recuerdo que ayer me enteré que el grupo se reunión en España después de 20 años. ¿Vendrán a Perú?

Acabo de leer el capítulo del libro de Ciorán, ‘El parásito de los poetas’, y quiero compartir con los que quieran leer estas reflexiones. No hay salida para los poetas, lamento decir que estamos jodidos para los que tenemos que terminar informes cuando lo que importa es lo ‘otro’, ¿qué es lo otro? Vaya uno a saber.

El parásito de los poetas

I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta. Todo lo que no ha emprendido, todos los instantes alimentados con lo inaccesible, le dan su poder. ¿Experimenta el inconveniente de existir? Entonces su facultad de expresión se reafirma, su aliento se dilata.

Una biografía sólo es legítima si hace evidente la elasticidad de un destino, la suma de variantes que comporta. Pero el poeta sigue una línea de fatalidad cuyo rigor nada flexibiliza. La vida les toca en suerte a los filisteos; y para suplir la que no han tenido se han inventado las biografías de los poetas...

La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético. (Proviene, sin embargo, de un sector del universo lírico donde el azar reúne, en un mismo haz, las llamas y las estupideces.) ¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión? Y ¿cómo cantar una presencia cuando incluso lo posible está manchado por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte? Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia... Pero si, por el contrario, de sus llagas brotan llamaradas, y canta a la felicidad esa incandescencia voluptuosa de la desdicha se sustrae al matiz de vulgaridad inherente a todo acento positivo. Es Hölderlin refugiándose en una Grecia soñada y transfigurando el amor en embriagueces más puras, en las de la irrealidad...

El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inapto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida...

II. En esto reconozco a un verdadero poeta: frecuentándole, viviendo largo tiempo en la intimidad de su obra, algo se modifica en mí: no tanto mis inclinaciones o mis gustos como mi misma sangre, como si una dolencia sutil se hubiera introducido en ella para alterar su curso, su espesor y su calidad. Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio.

En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas...

III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas. Pero, ¿y si se robasen las de la poesía; si se saquease su tema, y si uno se atreviese a tanto como los poetas? ¿Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros? ¿Por qué no estar descompuesto, podrido, ser cadáver, ángel o Satán en el lenguaje de lo vulgar, y traicionar patéticamente tantos aéreos y siniestros vuelos?

Mucho mejor que en la escuela de los filósofos, es en la de los poetas en la que se aprende el valor de la inteligencia y la audacia de ser uno mismo. Sus «afirmaciones» hacen palidecer los apotegmas más extrañamente impertinentes de los antiguos sofistas. Nadie las adopta: ¿hubo jamás un solo pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet? Quizá Nietzsche antes de su fin, pero, ay, se obstinaba aún en sus estribillos de profeta... ¿Buscaremos del lado de los santos? Ciertos frenesíes de Teresa de Avila o de Ángeles de Foligno... Pero se encuentra demasiado a menudo a Dios, ese sinsentido consolador que, apuntalando su valor, disminuye su calidad. Pasearse sin convicciones y solo no es propio de un hombre, ni siquiera de un santo; a veces, sin embargo, lo es de un poeta...

Imagino a un pensador exclamando en un movimiento de orgullo: «¡Me gustaría que un poeta se fabricase un destino con mis pensamientos!». Pero para que su aspiración fuese legítima, haría falta que él mismo frecuentase largo tiempo a los poetas, que sacase de ellos delicias de maldición, y que les devolviese, abstracta y acabada, la imagen de sus propias caídas o de sus propios delirios; haría falta sobre todo que sucumbiese en el umbral del canto, e, himno vivo más allá de la inspiración, que conociese el pesar de no ser poeta, de no estar iniciado en la «ciencia de las lágrimas», en los azotes del corazón, en las orgías formales, en las inmortalidades del instante...

...Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.